martes, 8 de diciembre de 2009

"No sé qué voy a hacer contigo..."



"Tiembla la luz en el umbral,
resucito con tu latido...
Cualquier motor,
cualquier motivo,
una pequeña emoción.
Un viejo amor,
aquel vestido..."


(Quique González; Sala Q, 5/12/09)



A veces el Sol sale a las diez en punto de la noche y de repente los relojes desaprenden su rutina de medir el tiempo. Podría decirse que algo así sucedió con “mi daiquiri blues en la noche del sábado”. Hacía frío en la calle (mucho frío, incluso) pero lo cierto es que fue muy sencillo entrar en calor una vez que comenzó a sonar la música. Quique salió al escenario, agradeció nuestra presencia allí y contó que estaba muy contento de presentarnos su disco esa noche, abriendo la gira que improvisadamente bautizaba como “Daiquiri Tour”. Lo siguiente en ocurrir fue que se colgó su guitarra acústica y a partir de ahí todo fue tan sencillo como empezar a contar y que se desvaneciera el tiempo durante el resto de la noche.




Un, dos, tres y… tiembla la luz mientras todos los corazones resucitan con el latido de una canción que ya se ha hecho un hueco entre las grandes de su repertorio sin apenas esfuerzo, a base tan sólo de ir deslizando suavemente sus palabras al compás de una melodía que te acaricia casi sin que te des cuenta, de forma que cuando deja de hacerlo ya la echas de menos. No sé qué voy a hacer contigo, pero a esas alturas ya da igual, apenas una estrofa y estamos en sus manos, en su voz, en sus canciones. Lógico que siguiera entonces con Cuando estés en vena, título apropiado a más no poder para adicciones dulces como la nuestra a su música. El sonido en esta gira vuelve a virar a coordenadas ya trazadas en la previa a su último trabajo (Avería y redención #7), retomando la senda emprendida en la grabación de su Ajuste de cuentas: sonido más clásico y americano, en la línea del propio disco pero más enérgico, más intenso pero sin perder por ello una pizca de intimidad. El ejemplo perfecto de esta tendencia fue una maravillosa “reinterpretación” de Hasta que todo te encaje en el que la instrumentación habitualmente suave del comienzo dio paso a un final apoteósico con batería y guitarra eléctrica en todo su esplendor que la hizo aún más emocionante de lo que ya era originalmente.


Y a propósito de que todo encaje, resulta cuanto menos sorprendente el hecho no sólo de que tocara tanto del nuevo disco (lo hizo entero salvo –una lástima- la maravillosa versión de Lapido) sino que apenas hubiera una canción del mismo que desentonara en todo el setlist. Y eso que no sólo de Daiquiri blues vivió el concierto, ya que sonaron grandes joyas de su repertorio con un brillo aún más deslumbrante que en ocasiones anteriores. Así, se fueron intercalando verdaderos “himnos” de su discografía como la inmortal Pequeño rock & roll o la maravillosamente mágica Kamikazes enamorados (a la que tan bien le sienta la vuelta a la batería de un siempre inspiradísimo Toni “Thunder” Jurado) con temas nuevos como la elegante Un arma precisa o ese clásico inmediato en el que prácticamente ya se ha convertido Deslumbrado en los conciertos, una de las más y mejor coreadas de este nuevo disco, especialmente en esa estrofa final apabullante, tan llena de brillo, de energía y de sentimiento.




En esta gira, Quique dispone de una banda incluso más completa de lo que hasta ahora había ido siendo habitual. Con la incorporación de un teclista que lo “libera” de sentarse al piano, los conciertos ganan en intensidad y ritmo, además de aportarle una nueva sonoridad a las canciones mucho más adecuada que reproduzca la presente en el propio disco. Además, el acompañamiento de órgano Hammond y teclados en muchas ocasiones aporta una mayor riqueza al sonido, permitiendo incluso darle nuevos giros o introducir pequeños matices en numerosas canciones (sirvan como ejemplo Hay partida o Vidas cruzadas, ésta en una versión más lenta con toques de country). Mención especial, a propósito de los teclados, para la maravillosa Riesgo y altura en clave de jazz con improvisaciones que sonó en el concierto, creo que poniendo la piel de gallina incluso a aquellos a quienes esa (enorme) "canción en blanco y negro" no les acaba de convencer (no era ése mi caso, por cierto). La vuelta de Toni Jurado a la batería es una noticia realmente espléndida, como atestigua la nueva (antigua) sonoridad de canciones como Kamikazes enamorados o Miss camiseta mojada, que recuperan un esplendor que con su anterior banda -la Aristocracia del barrio- no llegaban a alcanzar. La guitarra del recién llegado David Soler promete, a medio camino entre el clasicismo que tanto se agradece en este sonido americano y ciertos toques puntuales de virtuosismo en los finales, aunque se le note aún algo “forzado” en los automatismos de la banda (recordemos que Jacob, Toni y Quique eran ya Conserjesde noche). No obstante, fue quizá a cargo del pedal-steel cuando regaló sus mejores momentos y demostró que puede aportar grandes cosas al sonido de los conciertos a lo largo de este “Daiquiri tour”. Y de Jacob al bajo (y esta vez incluso al contrabajo) poco hay que decir a estas alturas… sigue en la línea habitual, tan discreto como siempre pero no por ello menos indispensable, necesario, vital en el sonido de la banda (como dice el propio Quique: “si no viene Jacob, yo no salgo”). Pero si algo sigue destacando sobre todas las cosas es el propio Quique González y su voz cada vez más segura, más profunda, más cargada de matices indescifrables capaces de recorrerte la piel, de arriba abajo y desde dentro.


Eso se notó especialmente en la parte acústica, cuando Quique salió a tocar Lo voy a derribar y ante mi sorpresa me dejó totalmente atrapado escuchándola. Pensaba que esa canción no tenía prácticamente nada que aportar en el disco y, sin embargo, cuando la tocó allí, solo con su guitarra y su voz, se convirtió en una canción preciosa que transmite mucho más de lo que parece inicialmente. A continuación, Quique pidió que le dijéramos cual queríamos que tocara y la afortunada fue De haberlo sabido, que cantó con toda la sala estremecida en un absoluto silencio, cargada con esa letra tan hermosa y terrible como un escalofrío para ser disparada desde esa voz con la que cada día canta mejor. Y en el mismo formato aunque creo que algo más tarde cantaría también Conserjes, siempre los eternos Conserjes de noche, con esa armónica interrumpida por nosotros que a pesar de todo ponía la piel de gallina incluso sonando “a destiempo” (si es que puede definirse así, acaso, el detalle de esperar a que el público coree una estrofa por completo). Y, si hablamos de escalofríos, no puedo evitar hablar de Bajo la lluvia, esa canción para la que pasaré toda mi vida buscando las palabras que me permitan definir (aunque sea vagamente) un poco lo que siento al escucharla y que tan bien (tan extraordinariamente bien) sonó en la noche del sábado con todos los instrumentos que siempre deberían sonar en ella.




Siempre reconozco Bajo la lluvia antes del primer acorde, sólo con los punteos previos a empezar a tocarla. Por algo es mi canción favorita de alguien que tiene tantas y tantas canciones favoritas que forman parte de mi vida. Pero al primer acorde de esa canción hay algo que te agarra por dentro sin remedio, y a cada nota se incrementa más y más esa sensación de vértigo, de una emoción indescriptible que tiene que ver con todo y con nada a la vez, como si de alguna manera en ella se resumiera todo lo que significa para mí la música de Quique: desde la tristeza inicial a una agridulce melancolía pasando por la belleza, la poesía y –de fondo, de repente- la esperanza. Y todo ello con delicadeza, primero, acariciándote como si supiera el daño que puede llegar a hacerte una canción y luego, de repente, agarrándote con una fuerza atronadora, con una emoción e intensidad inmensas que culminan en ese estallido final de todos los instrumentos mientras Quique sólo acierta a gritar “llévame” cuando hace ya un buen rato que es él quién nos está llevando a donde quiera con su música.


Y sin duda, Quique sabe bien dónde llevarnos. Quizá fuera ésta la ocasión en la que mejor le haya visto sobre un escenario, con una soltura mucho mayor que en anteriores ocasiones y mayor seguridad en sus canciones y sus cualidades, con esa voz que el tiempo va curtiendo para sonar cada vez mejor, con más riqueza en los matices, en los giros e incluso en las improvisaciones. Me gusta la forma que tiene de tratar las canciones, incluso cuando son detalles tan insignificantes como acabar una canción sin decir una frase (Anoche estuvo aquí terminó en “quise mucho a esa chica” sin atreverse a desear no volver a verla), dejar que el público cante partes que está pidiendo gritar o con esos gestos suyos tan característicos y que tanta pasión por la música transmiten al verlo sobre el escenario.



Hay algo en Quique González que a mí me gusta explicar siempre mediante la palabra “magia”. Unos pueden decir que es talento, otros que es oficio, otros llamarlo inspiración… yo creo que cuando suenan los primeros acordes de Kamikazes enamorados, o cuando uno escucha por primera vez Nadie podrá con nosotros o La luna debajo del brazo lo que ocurre en ese preciso instante tiene mucho más que ver con la “magia”, con esa sensación de maravilla inexplicable que nace de no saber qué está pasando y, sin embargo, ser plenamente consciente de que se está descubriendo algo que, en ese instante preciso, es único e irrepetible. Y en esa categoría, en esa definición subjetiva, irracional y emotiva que personalmente establezco, se encontraría por méritos propios el instante en el que cabe la noche entera del sábado con sus relojes detenidos.


A decir verdad, resulta realmente sorprendente darse cuenta de cómo ha crecido Quique González en este tiempo, de cómo es posible ir a un concierto suyo y encontrarse con que cante veintisiete canciones y falten otras tantas (o más) tan grandes y, sin embargo, salir con la sensación de que en realidad no sobraba prácticamente nada en el concierto. Que se toque su nuevo disco prácticamente entero y canciones como Su día libre o La luna debajo del brazo puedan protagonizar unos bises finales presuntamente guardados para clásicos de su repertorio y ocupen ese lugar de un modo tan natural que apenas se eche en falta nada más. O acaso, ya puestos a pedir, sólo faltaría que hubiera seguido tocando dejándonos caer en sus grandes canciones una y otra vez.


Como si en esa noche los relojes se hubieran detenido para siempre en un instante y el tiempo sólo se midiera en latidos al compás de las canciones.