martes, 26 de junio de 2012

Música desde la orilla

Concierto del Día de la Música (Teatro Duque; 21/06/12)


Una luz que va apagándose sin más
eso es lo que sucede.
Una luz que va apagándose sin más
eso es lo que más duele.

Yo no voy a ser quien te haga ver

que estás equivocada.
Yo no voy a ser quien te haga ver
que esto no es una guerra.

Tormentas que van anunciando el final

y el final nunca acaba.
Palabras que van afilando y al final,
al final se nos clavan.

(Tormentas.- McEnroe)




La chica de la primera fila giraba la cabeza como si esperara a alguien. A fin de cuentas, ¿quién no lo hace? Da igual si viene de camino o si en realidad no va a llegar nunca: el caso es que todos -de una manera o de otra- esperamos a alguien. O, al menos, eso era lo que pensaba mientras debatía conmigo mismo acerca de si me atrevía a intentar ocupar la silla que permanecía vacía a su lado...

Supongo que hay que ser muy loco o muy valiente para ir solo a un concierto de McEnroe. Aunque no fueran del todo McEnroe, ya que esta vez actuaban en formato "trío improvisado" (con "un primo" a la guitarra y David Cordero -de Úrsula- a la batería). Pero daba igual mientras estuviera la voz estremecedora de Ricardo Lezón al frente. Hiriendo en cada nota. Rasgando partes de nosotros que no dolían antes de que empezara a cantar desde esas letras capaces de tocarte el alma hasta hacerte un daño tan necesario. Haciéndonos llorar por dentro. Porque la música de McEnroe tiene algo de mar: es capaz de mecerte mansamente si te dejas llevar, casi hipnotizado por la belleza de sus melodías (son especialmente asombrosos los acordes de guitarra en sus canciones), pero también de darte un revolcón si las olas de repente aprietan, hasta el punto de correr el riesgo de ahogarte en su voz, en sus canciones. 

Y sin embargo, incluso con el corazón encogido a costa del dolor que encierra la poesía desgarrada de sus letras, y esa voz a ratos lastimosa, doliente, emocionante hasta un punto difícilmente definible de Ricardo, uno termina despertando en la orilla después del naufragio. Y es posible que incluso la sal del agua de ese mar ayude, al final, a curarnos -de algún modo- las heridas.